martes, 9 de julio de 2013

TE DEUM 2013 TUCUMAN



TEDÉUM 9 JULIO 2013
“Identidad y Espíritu de la Patria Argentina”

Mensaje de Mons. Alfredo H Zecca
Arzobispo Metropolitano de Tucumán

Señor Gobernador de Tucumán, Señora Senadora Nacional,
Señor Intendente,
Autoridades de los Poderes ejecutivo, legislativo y judicial,
Autoridades civiles, militares y eclesiásticas,
Representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas y de las Religiones que nos acompañan,
Pueblo de Tucumán.

Sean todos bienvenidos a esta Iglesia Catedral en la que nos hemos congregado, ante todo, para dar gracias a Dios, “fuente de toda razón y justicia”, como reza el Preámbulo de nuestra Constitución Nacional. Para dar gracias a Dios por la existencia misma de la Nación, que nació al abrigo de la fe en Dios y, también, para orar por nuestro pueblo y nuestras autoridades. A todos – sin excepción - van dirigidas estas breves reflexiones que quieren ser una modesta contribución al bien común de la Patria de cuya gestión me siento, como Arzobispo, también responsable.

El 9 de julio de 1816, una treintena de congresistas – entre los cuales numerosos sacerdotes – reunidos en la Ciudad de San Miguel de Tucumán, en representación de las Provincias Unidas en Sud América, invocaron al “Eterno que preside el universo”, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representaban, y proclamaron ser “una nación libre e independiente” “con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia”, “bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama”.

Estas breves frases, extraídas del Acta de la Independencia nacional, pueden servirnos hoy de alguna manera como eje para una profunda revisión de nuestra identidad como Nación.

El espíritu de aquellos hombres que, con sus luces y sus sombras, ofrenda-ron con gran desinterés sus “vidas, haberes y fama” para constituirse – para constituirnos a todos, en realidad – en un Estado independiente, también debe hacernos pensar sobre nuestra identidad hoy como nación. Identidad y espíritu son, así, dos elementos que en aquellos años constituyeron – hoy algunos dirían “construyeron” – nuestra Patria.

Identidad, expresada en primer lugar por la invocación a Dios, el Eterno que preside el universo, con la solemne gravedad de quienes se sabían tomando una decisión radical de la que no había vuelta atrás y que podía tener consecuencias tremendas en sus vidas y las de sus familias. Es sobre todo en esos momentos cuando los hombres nos volvemos al Ser Trascendente, porque nos damos cuenta de que estamos jugándonos la vida. Y entonces necesitamos, aunque sólo sea en ese momento, reconocer explícitamente la verdad, porque lo que está en juego es, precisamente, la verdad más profunda de un grupo humano y allí no hay lugar para vacilaciones o coqueteos intelectuales, ni rebeliones insustanciales y ni siquiera para reclamos que podrían parecer legítimos, sino que se impone la necesidad natural – e imperiosa – de reconocer el soberano poder del Señor de la historia, las naciones y los pueblos.

El hermoso pasaje del Profeta Isaías (7,1-9) que acabamos de proclamar nos presenta una situación dramática. Ajaz, Rey de Judá, es asediado por sus enemigos y, amedrentado por ellos, busca la seguridad de una alianza con el gran imperio de Asiria, como expresa otro texto del Segundo libro de los Reyes (cf 2 Re 16, 5-9) que no hemos leído pero que relata la misma situación. El profeta lo invita entonces a fiarse únicamente de la única roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra. En efecto, la subsistencia que Isaías promete al Rey pasa por la comprensión de la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad de Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos (cf. Francisco, Encíclica Lumen Fidei, n.23). En los momentos difíciles siempre hay que dirigir la mirada – y la invocación – al “Eterno que preside el universo”, es decir al Señor de la historia que dirige los destinos de los hombres y de los pueblos. Así lo hicieron los congresales que nos dieron la independencia y así debemos hacerlo nosotros que preparamos – no sin dolores – el Bicentenario del nacimiento de la Patria.

En segundo lugar, la identidad de quienes declararon nuestra independencia se revela en el remitir a una realidad humana mucho más amplia que la representada por esa treintena de delegados. Los congresistas, en efecto, eran conscientes de que cuanto hicieran ese histórico 9 de julio iba a tener hondas repercusiones sobre todos los argentinos. Con temor y temblor habrán tomado la valiente decisión final de romper lazos con la metrópoli y lanzarse a la apasionante aventura de la mayoría de edad, con sus riesgos, sus gozos, sus incertidumbres. Ya no dependían de nadie más; ya se colocaban como nación soberana en el concierto de las naciones; ya no podían culpar a nadie de sus desgracias; ya eran responsables por completo de sus destinos. Y tomaron esa decisión en nombre de muchos representados, y solamente por la autoridad que estos representados les habían conferido; vueltos por un lado hacia el mundo entero, y por el otro, hacia cada argentino que, luego, podría pedirles cuentas. ¡Cómo no invocar la protección y la mirada del Dios providente que preside el universo y conduce – no sin la libertad, voluntad y poder de los hombres- la historia de la que es Señor!

Así, la incipiente Argentina, esas Provincias Unidas de Sudamérica, iniciaron su camino juntas. Largas guerras sedimentarían el sentimiento y la identidad na-cional. El argentino se forjaría en esos primeros momentos críticos.

Pero no todo es – ni puede jamás ser – puro sentimiento en un Estado. También se requieren la organización, las reglas, las leyes, los sistemas…Por eso, aquella treintena de representantes de las Provincias dejan a salvo el derecho y pleno poder de los argentinos para darse las formas de organización y gobierno que juzgaran que exigía la justicia.

Largos y difíciles años siguieron después. Y era lógico que así fuera: la Patria era recién nacida y carente de suficiente experiencia en muchas cosas. Pero, de a poco, emergió el orden que los argentinos queríamos darnos: el de una República que se basara en la soberanía del pueblo, en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, en la división de poderes, en la independencia frente a los demás Estados y la comunidad internacional, en las responsabilidad de los funcionarios, la representación popular, el respeto por los derechos de todos, sin excepción.

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En esta hora en que estamos encaminándonos hacia el Bicentenario de la Independencia, quisiera recordar lo que los Obispos argentinos decían en noviembre de 2008 al finalizar una de sus asambleas plenarias: “Con vistas al Bicentenario 2010-2016, creemos que existe la capacidad para proyectar, como prioridad nacional, la erradicación de la pobreza y el desarrollo integral de todos. Anhelamos celebrar un Bicentenario con justicia e inclusión social”.

El logro de este importante objetivo tiene, como presupuesto insoslayable, que los intereses particulares no primen sobre el bien común, ni el afán de dominio de personas o poderes se imponga, o pretenda imponerse, por encima del diálogo y de la justicia, porque, entonces, se menoscaba la dignidad de las personas e, indefectiblemente, crece la pobreza en sus diversas manifestaciones.

Sólo tomando la Constitución Nacional como piedra basal de la democracia republicana por la que, como pueblo, hemos optado, se puede propiciar un desarrollo federal, sano y armónico de la Argentina, que permita una leal convergencia de aspiraciones e intereses de todos los sectores de la vida política con miras a una real armonía entre el bien común, que es fundamento último de la paz social que supone la justicia, el bien sectorial y el bien personal, buscando una forma de convivencia y desarrollo de la pluralidad dentro de la indispensable unidad en los objetivos fundamentales que determinan nuestro proyecto de Nación.

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El camino al Bicentenario y las posibilidades que, en la actual situación geopolítica y económica mundial, tiene Argentina son inmensas pero, para aprovecharlas, debemos ser honestos y reconocer que, en el camino recorrido, hemos cometido errores que es indispensable corregir.

Necesitamos aceptar que toda democracia padece momentos de conflictividad, y estamos atravesando uno de ellos. La tentación de la confrontación puede parecer el camino más fácil. Pero el modo más sabio y oportuno es procurar el consenso a través del diálogo. Argentina necesita hoy más que nunca reconciliación, diálogo y consenso. Ello y sólo ello hará posible concretar políticas públicas que permitan solucionar de modo definitivo los problemas de injusticia e in-equidad que se tornan más evidentes cuando se toma conciencia sobre la dimen-sión social y política del problema de la pobreza.

El Santo Padre Francisco nos ha dicho reiteradamente que desea una Iglesia pobre al servicio de los pobres. Esto no puede convertirse en un eslogan que se repite irresponsablemente. Exige claridad conceptual y coherencia en la acción. Una Iglesia pobre es una Iglesia que, lejos de cerrarse sobre sí misma, deja que la luz del mundo, que es Cristo, resplandezca sobre su rostro; una Iglesia servidora, laboriosa, misionera, capaz de abrirse a todos y de acoger a todos, especialmente, como señala el Papa a los que están en las periferias que no son sólo sociológicas sino existenciales, en el sentido más amplio del término.

No puede la Iglesia, ni puedo yo como Arzobispo, dejar de reconocer que la verdad de la fe y de la caridad que predicamos no han tenido la debida incidencia social. La opción preferencial por los pobres aún no da frutos que permitan mirar al futuro como un tiempo de fraternidad y de paz. La distribución de la riqueza, en América Latina y en Argentina, sigue siendo crecientemente deficitaria. No debemos dejar de reconocer los esfuerzos realizados. Pero tampoco omitir mirar que nuestra acción ha sido insuficiente. Esto produce la dolorosa paradoja, que vale para el continente y para la Nación, de ser la región más católica del plantea y, al mismo tiempo, si bien no la más pobre si, al menos, la más desigual. Con el Papa Benedicto XVI debemos repetir que la pobreza en Argentina es un escándalo. Y de esta situación somos todos responsables dirigentes, ciudadanos, pastores, fieles.

Junto a la inequidad hay otras situaciones que exigen una rápida acción y que están vinculadas con la pobreza: la discriminación, la precariedad laboral, la desocupación y la pérdida de una cultura del trabajo, el narcotráfico, la trata de personas, la corrupción, las diversas formas de violencia, los atentados contra la vida como el crimen del aborto, la desprotección de la familia y de la sociedad que se debilita cada vez más en sus vínculos, la falta de una cultura de la solidaridad. Los argentinos somos, sin duda, capaces de gestos solidarios, y lo hemos demostrado ante tragedias recientes. Pero eso no es suficiente. Es indispensable que la solidaridad impregne la cultura como una red que pueda contrarrestar eficazmente las estructuras de exclusión.

¿Cuál es el fundamento último de estos males? No tengo ninguna duda res-pecto de esto: el mal fundamental es la ausencia de Dios. Vivimos en un mundo, en una cultura que hizo desaparecer a Dios de su horizonte. Junto a ello la crisis de la verdad, lo que el Papa Benedicto XVI llamó la dictadura del relativismo. Y la crisis ética que afecta a todos los sectores responsables de la construcción del bien común.

¿Cuál es la salida de estas situaciones de debilidad? Tampoco tengo dudas: el camino es la fe en Dios y la conversión de los corazones. Por tanto, la purifica-ción de los egoísmos personales o sectoriales, la búsqueda desinteresada de la verdad, el diálogo, el consenso, la capacidad de ser adversarios sin convertirnos en enemigos, la aceptación de una pluralidad que, sin perder sus matices que enriquecen, converja en una unidad en los grandes objetivos nacionales. Pero, para ello, es indispensable que, cada uno, cada ciudadano de esta bendita nación, pueblo y dirigentes, gobernantes y gobernados, poderes republicanos, en una palabra, todos, tomemos la decisión de estar a la altura de los fundadores de la Patria que pusieron en juego sus “vidas, haberes y fama”. También la Iglesia católica tiene que estar a la altura de las circunstancias y ser cada día más misionera, más comprometida, más coherente, más audaz y más libre para proclamar su fe en Jesucristo, Señor de la historia, y anunciarla con sencillez, no imponiéndola sino haciéndola creíble por la coherencia entre lo que se predica y lo que se hace.

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Un particular lugar en este camino al Bicentenario lo constituye la educación. Felicito por su iniciativa a la Federación Económica de Tucumán, a la que adhirieron universidades públicas y privadas, de constituir un Foro Educativo que ofrecerá un programa educativo ampliamente discutido y compartido por todos los que, de alguna manera, desean comprometerse en el campo de la educación, y que en el 2016 podrá servir de punto de arranque al tercer centenario que iniciaremos.

La educación es la herramienta fundamental para salir definitivamente de la pobreza y afianzar la dignidad humana de cada ciudadano que debe lograr una inclusión que, de acuerdo con sus capacidades, le permita la inserción social que le posibilite una vida plena.

La globalización impulsa a un cambio educativo. El gobierno viene realizando serios esfuerzos para volcar crecientes recursos en este campo decisivo. Pero, en algunas propuestas curriculares, al mismo tiempo que se acentúa la adquisición de conocimientos y habilidades, también se da lugar a un claro reduccionismo antropológico que, incluso, propicia la inclusión de factores contrarios a la vida, a la familia y a una sana sexualidad. Este campo me preocupa de manera particular y afecta no sólo a la escuela de gestión oficial sino, también, a la escuela católica que no siempre, en todos sus miembros, piensa y actúa con plena coherencia entre su identidad católica y la propuesta educativa que ofrece. Se comprenderá que como Arzobispo, me sienta responsable no sólo de los alumnos de las escuelas católicas sino, también, de los alumnos católicos que asisten a las escuelas de gestión estatal.

En este sentido alabo la sabiduría de la legislación provincial que propicia la enseñanza de la religión católica en las escuelas estatales. Es un modo concreto de respetar nuestra más profunda identidad religiosa y cultural como pueblo tu-cumano. Además no podemos ignorar que la apertura a la trascendencia – y, por lo tanto, a Dios, – es una dimensión fundamental de la vida humana. La relación a la naturaleza, al hombre y a Dios son las relaciones fundamentales sobre las que se asienta la vida humana. Por lo tanto la formación integral de las personas reclama la inclusión de contenidos religiosos. Quiero agradecer, por ello mismo, la dedicación de los profesores de religión en las escuelas de gestión pública y animarlos en la noble tarea que realizan. Al mismo tiempo agradezco a las autoridades educativas su apoyo para que en esta dimensión se pueda cumplir con los objetivos curriculares que tiene fijados. A profesores y autoridades educativas quiero pedirles, de modo especial, que impulsen una más profunda capacitación doctrinal y pedagógica. Agradezco también a los maestros y profesores que, tanto en la escuela como en la universidad, de gestión pública o privada, se esfuerzan por alentar el diálogo entre la fe y las ciencias y por dar un testimonio de fe y de coherencia en los ámbitos educativos en los que despliegan su acción.

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Con los Obispos argentinos que, en 2008, nos confiaron su importante llamado “Hacia un Bicentenario en Justicia y solidaridad” quiero repetir, una vez más, que existe la capacidad para proyectar, como prioridad nacional, la erradicación de la pobreza y el desarrollo integral de todos. Sí, anhelamos poder celebrar un Bicentenario con justicia e inclusión social.

Los argentinos somos capaces de hacerlo. Tal vez nos falte una mejor articulación como comunidad entre los distintos sectores y miembros. Pero tenemos una tierra maravillosa. Somos inmensamente ricos en recursos naturales y humanos. Por ello nuestra mirada debe ser esperanzada. Los cristianos somos portadores de buenas noticias y no profetas de desgracias. Estamos ante una oportunidad única. Podemos aprovecharla privilegiando el bien común o malgastarla con los intereses egoístas y posturas intransigentes que nos fragmentan y dividen. De nosotros depende. No debemos asustarnos ante lo in-gente del desafío. No olvidemos que la esperanza es virtud de lo futuro, de lo arduo y de lo posible. Sí, es virtud de lo arduo, no de lo fácil, y por ello va unida a la fortaleza. Pero también es virtud de lo posible. Y la Patria que se encamina hacia su Bicentenario tiene ante sus ojos un futuro promisorio.

Los argentinos estoy seguro seguimos queriendo esto y trabajando por esto. Seguimos apostando a ser un pueblo bien alimentado, vestido, educado y con trabajo, capaz de asumir su condición y vocación de soberano y exigir res-peto por las instituciones por él mismo creadas. Seguimos trabajando por el reconocimiento de los derechos de todos, incluso de los más vulnerables y débiles, aquellos que no pueden reclamar porque hasta se les niega su categoría de personas. Queremos seguir siendo el país generoso que, como dice la Constitución Nacional, acoge a todo aquél que “quiera habitar el suelo argentino”, a quien quiera desarrollarse y progresar en él. Queremos salvaguardar la división de poderes, esencial a nuestra decisión de constituirnos en una república con un sistema representativo, republicano y federal, porque sabemos que en ese sistema está garantizado el respeto a las libertades fundamentales y la eficiencia de un gobierno efectivamente orientado a la consecución del bien común. Queremos preservar el derecho que nos permita decidir nuestro estilo de vida es decir, nuestra cultura porque la cultura, en definitiva, se resuelve en eso: en un “estilo de vida común” y también decidir nuestros valores, aquellos que marcaron nuestra inicial identidad y que nos distinguen como pueblo frente al resto del mundo, con respeto a la dignidad del hombre y a la cultura del trabajo.

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Así, los valores sobrenaturales y los humanos se unieron, en la audaz decisión de esa treintena de congresistas reunidos aquí, en esta bendita tierra tucumana, de constituirse en un Estado independiente marcando, con ello mismo, bajo la invocación al “Eterno que preside el universo” y comprometiendo en la empresa sus “vidas, haberes y fama”, la identidad y el espíritu de la Patria. Hoy conmemoramos todo esto. Mucho más se podría decir, pero a mí sólo me resta exhortar con humildad y conciencia de mis propios límites a que todos y cada uno de los presentes y todos los ciudadanos vivamos, cada uno, este espíritu patrio, respetuoso, pero resuelto, consciente de que la empresa social y comunitaria es en nosotros reflejo del Dios de comunión que nos creó y nos inspira. No podemos dejar de tomar en serio esta realidad; no podemos apartar a Dios de nuestra historia, porque ella misma, está fundada en su designio de amor que nos hizo hermanos y nos encomendó conformar esta Nación.

Que “el Eterno que preside el universo”, el Dios providente, Señor de la historia, que rige los destinos de los hombres y de los pueblos nos acompañe en este camino hacia el bicentenario haciéndonos, con su ayuda, más hermanos cada día de modo que aseguremos así la amistad social, fundamento último de la paz sobre la que deben asentarse las virtudes republicanas.